
No es muy frecuente que los suecos den el Nobel a literatura por las buenas, sin meter por enmedio algún negocio político o ideológico del autor. Pero ahora lo han hecho con Alice Munro, de la que aquí hemos hablado, una escritora canadiense en la que se reflejan muchos de los temas y de las estrategias narrativas de los representantes estadounidenses del cinturón bíblico (como Flannery O´Connor o Carson McCullers): dureza extrema en la observación de la vida, choque frontal de las fuerzas del bien y del mal, cuyo estrépito deja el mundo poblado de una niebla espesa y amenazante.
A diferencia de sus vecinos del sur, que carecen de piedad en la exposición del argumento, aunque la tengan con sus personajes, en Munro se detecta siempre el mito de la naturaleza caída, la sombra de una inocencia machacada por las circunstancias, por el entorno, por los afectos, por el trato con los otros. Es una inocencia que está siempre detrás de los relatos y que se superpone a ellos tiñéndolos de una tristeza imprecisa, pero envolvente. Las historias de Munro son tristes, dejan el corazón tocado y la mente detenida ante la imagen quieta del dolor.
Resulta, además, definitivamente trasgresora en su visión de la familia y del amor, mundos corrompidos en que los individuos aprenden a corromperse. Funcionan como prisiones, donde las normas, los ritos y la autoridad tienen el único propósito de prevalecer y de durar. El alma lucha por escapar, pero los grilletes de la tierra son pesados y el vuelo al final es el de un pájaro enjaulado. Pero el alma se ve, ahí está lo mejor de Munro, lo que la convierte en una escritora especial.
Creo que hay que felicitarse por el galardón y por el impacto que tendrá en muchos lectores que aún no se han acercado a esta escritora en que la literatura es literatura, o sea, que el sentido se siente. No deja de ser curioso que se lo hayan concedido justo cuando había decidido no escribir más.